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Cuento: Las dos ayas
Uno, dos, tres aldabonazos a la puerta del palacio.
La mujer tísica, de harapientos trapos vestida y rostro tocado por tímidas arrugas que la hacían parecer mayor sin serlo, esperó unos minutos hasta que el guardián, un ángel de tamaño descomunal, abrió la perlada puerta.
—¿Quién es usted y en qué podemos ayudarla?
—Mi nombre es Engracia, pero todos me llaman Gracia, y deseo una audiencia con Dios el Rey, para ofrecerle mi servicio a cambio de simple albergue. —El ángel la repasó de arriba abajo y tal fue su expresión de escepticismo que la dama añadió—. Aquí donde me ve, soy fuerte y trabajadora. Nadie jamás se ha arrepentido de contratarme. Nunca me canso, soy generosa y esmerada. Cuido niños, cocino, atiendo ancianos. Como profesora he enseñado...
—Basta, basta —la interrumpió el portero—. Aguarde unos minutos y hablaré con el monarca.
Raudo voló a la presencia de su Creador, mientras que Gracia se sentaba en su vieja maleta de piel gastada. Al rato, el ángel regresó con buenas noticias.
—Rápido, sígame. Dios el Padre desea verla.
La visitante acompañó al ser angelical en un viaje que se le antojó interminable. Recorrieron pasillos, patios, salones y salas, subieron y bajaron escaleras; Engracia, sudorosa y resoplando, agradeció que el titán cargase su maleta. Finalmente, llegaron a una estancia de oro recubierta, llena de ángeles resplandecientes, sirvientes del Creador, donde descansaba el trono de cristal en el que el Anciano de Días se sentaba con porte regio. A la diestra del Soberano, una mujer hermosa, toda vestida de negro y con expresión solemne, se inclinaba levemente para escuchar el susurro de Dios el Padre. De la boca prístina, oculta bajo blanca barba, manaban palabras que nadie más en el salón podía descifrar. Gracia permanecía en pie ante el trono: nerviosa, temblando, sintiéndose pequeña y, a la vez, bienvenida. Terminó el parlamento del Rey con la dama de luto y el Padre Dios, por fin, miró a la visitante y habló:
—¿Cómo te llamas, mujer?
—Engracia, Majestad, pero me llaman Gracia.
—¿Cuál es tu petición, Gracia?
—Servirle, mi Rey, no necesito pago. Tan solo deme cobijo y sustento, con eso me conformo.
—Detrás de tu aspecto, supongo que hay una buena historia, Gracia.
—Así es, Padre Dios. Llevo recorriendo el mundo desde antes del Diluvio y he trabajado a favor de miles de familias, no importando su cultura o riqueza. Les proveo alegría, cuido de todos, me empeño en servir día y noche para que no les falte nada. Pero vez tras vez, acabo haciendo maletas y mudándome a otro hogar, pues la maldad de los hombres, más tarde o más temprano, torna imposible mi presencia allí.
—Aquí vas a estar bien, mujer, y tengo una misión para ti.
Engracia apretó sus manos y las llevó a la boca, impidiendo que se le escapara un grito de gozo.
—¡Lo que usted mande, Soberano Rey!
—Escucha bien, pues no hay nada más importante que hayas hecho antes ni que harás después —dijo el Altísimo con suma gravedad—. Hace poco envié a mi Hijo a la tierra en forma de embrión. Ya van ocho meses de embarazo y pronto nacerá. Mi Sabia Paloma tiene la encomienda de cuidarlo, pero necesitará tu ayuda. He planeado que mi sierva, Verdad, sea su aya. —Ahora el Rey hizo un movimiento de mano para indicar que se trataba de la dama de negro, quien seguía de pie junto al trono, con mirada serena y paz en el rostro—. Pero Verdad, en solitario, haría de él un hombre severo; recto y veraz, más fríamente circunspecto. Quiero que tú seas su segunda aya. Colaborarás con mi Paloma hasta que se forme su carácter manso y compasivo. Después, llenarás a mi Hijo con poder, amor, virtud y todo tesoro divino.
La mujer, admirada, aceptó el encargo y así fue como un mes después, Verdad y Gracia fueron transportadas en carruaje angélico para ser las ayas invisibles del Niño Rey. La que salió de palacio era una Engracia muy diferente a la que llegó, pues el mes en las mansiones eternas restauró su salud física, anímica y sobre todo espiritual, hasta rejuvenecerla.
En las dos ayas descansó la Fiel Paloma lo referente a la educación y vigilancia del Hijo; y el niño tierno se transformó en un joven, el joven donoso en un augusto varón, y del varón nazareno se llegó a escribir: hombre “lleno de gracia y verdad”. Todo recurso de fuerza, sabiduría, amor o virtud que el Mesías precisase, el aya Gracia lo proveía. Todo consejo, juicio, integridad y pureza, fue incansablemente suministrado por el aya Verdad. Tan cercana y beneficiosa era la relación que aún después de criado siguieron sirviéndole. En una ocasión, trajeron ante Jesús a una joven descubierta en adulterio. Antes de que aquellos legalistas la mataran a pedradas, pidieron al Salvador su veredicto. Verdad, aya ecuánime, encendía el celo del Maestro, que ardía por dentro al ver la hipocresía de aquellos hombres. Por su parte, Gracia, el aya misericordiosa, aconsejó a su Señor que templara su ánimo antes de contestar; por ejemplo, escribiendo cualquier cosa en tierra. Serenado ya, para decir la verdad con palabras llenas de gracia, sentenció: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra”. Así salvó Jesús la vida de aquella desdichada.
Podías ver siempre junto al Hijo, a Gracia para respaldarlo y a Verdad para dirigirlo; cada día, hasta el fin, hasta la cruz. Allí, en el Gólgota, las dos ayas tuvieron que contemplar horrorizadas cómo su amado niño, ahora convertido en hombre acendrado e inocente, moría en agonía sin merecerlo.
—¡Es una injusticia! —clamó Verdad, de duelo.
—¡Es por amor a los pobres pecadores! —suspiró Gracia en un mar de lágrimas.
Cuando Jesús expiró en la cruz, la Santa Paloma voló a su nido en palacio; e inmediatamente, un carro tirado por caballos de fuego recogió a las dos sirvientas, las ayas. Llegaron ante Dios desoladas, sin el más mínimo aliento, tan tristes que durmieron a discreción. Setenta y dos horas en las que más parecían morir que dormir. Despertaron al tercer día, justo a tiempo de columbrar algo insólito, allá abajo, en el huerto de José de Arimatea. ¡No era un sueño! ¡Era cierto! El Mesías Rey resucitaba victorioso y volvía también al hogar celestial para sentarse a la diestra de su Padre. ¡Qué regocijo! ¡Qué algazara tuvo lugar en palacio! ¡Qué satisfacción de todos los ángeles y de las ayas al comprobar que la misión había sido completada!
—¡Bien hecho, Gracia! —declaró un Cristo redivivo.
—Nos has servido fielmente. No pude hallar mejor ayuda para Verdad —confirmó el Padre satisfecho—. ¿Querrás quedarte en mi reino?
—¡Siempre a sus órdenes, Majestad! ¡Solícita y a sus pies velaré en su presencia para siempre!
Aquellos, creyó Engracia, serían los planes: no abandonar palacio nunca. ¡Esta casa sí que es mi hogar!, se decía la sirvienta. Sin embargo, observó, asombrada, cómo cuarenta y siete días más tarde, su Señor, la Cana Paloma, descendía de nuevo a la tierra para reposar sobre ciento veinte discípulos y llenarlos de la misma forma en la que llenó a Cristo; demostrando con este sello que ellos ahora eran hijos legítimos de Dios, el fruto alumbrado por Cristo en el Calvario. Entonces, corrió Gracia ante el trono y exclamó:
—¡Padre Rey, mándeme a mí también, con mi querida Paloma! ¡Permítame cuidarlos a ellos, así como cuidé del Salvador!
Sonrió complacido el Soberano y levantando la mano en gesto de convocar a alguien, anunció:
—No esperaba menos de ti. ¡Cuánto me alegro de tu deseo! Serás para mis hijos su bendición. Provéeles generosamente lo que precisen, echa mano de mis riquezas en gloria; llénalos, consuélalos, fortalece sus corazones y llévales a la madurez, como hiciste con mi Hijo. Solo te pongo esta condición —concluía el Rey, al tiempo que Verdad, más bella que nunca, toda de blanco, llegaba al borde del trono—: No puedes ser aya de mis hijos sin tu compañera. Ambas lo haréis. Verdad irá contigo. Y como servisteis noblemente al Cordero treinta y tres años, así trabajaréis por todos mis hijos en el mundo, hasta que los llame a mi presencia, a la final trompeta.
Repentinamente, Gracia y Verdad ya no vestían como ayas, sino que se descubrieron engalanadas con trajes de reinas. De sol ceñía su figura la una; en tanto que níveas telas daban un santo resplandor a la otra.
Desde aquel día de Pentecostés, las dos ayas están con todo su esmero supliendo lo que necesitan los redimidos, los hijos de Dios que las dejan reinar en sus corazones. Y ahora pregunto: Cristo fue lleno del Espíritu Santo y, a su vez, de Gracia y Verdad, ¿querrás serlo tú también?
Fin
Juan Carlos P. Valero
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