Aquí puedes escuchar o descargar el cuento:
cuando el lobo le aúlla
y cuando el Sol con sus rayos la arrulla.
Y sabe el ruiseñor con su voz
al príncipe persa encantar
Recuerda, que igual que la Luna
lo que eres se podrá reflejar
cuando el bueno te busca
y el malo contigo se ofusca.
Mas cuida tus virtudes
mejor que el ruiseñor
pues al exhibirlas puedes
llamar la atención
de oídos curiosos o del cazador.
Así acostumbraba, la abuela Queca, a dejar embobada a la joven Marisa. Recitó el proverbio mientras que sus dedos, arrugados y huesudos, amasaban sin prisa la harina mezclada con aceite de oliva y sal, que pronto se convertiría en la base de una deliciosa pizza.
La vieja vecina contaba historias familiares o recitaba poemas populares para la única persona en la Tierra que aún valoraba su compañía.
-Marisa, enciéndeme el horno, para que se vaya calentando -rogó la abuela Queca.
-Sí, doña Queca -respondió solícita Marisa, y ya de rodillas preguntó-. ¿Es un refrán o una poesía? No entiendo su significado...
-No, hija. Es una nana que me cantaba mi abuela, y que a ella le enseñó su yaya.
-¿Su yaya?
-Su abuela -aclaró doña Queca, que ya aplanaba la masa y le daba la forma rectangular, amoldándola perfectamente a la bandeja del horno.
-Cántemela, doña Queca.
-Luego te la canto, mi niña. Ahora, ayúdame a cortar fiambre y yo intentaré recordar un ejemplo de Luna y un caso de ruiseñor... A ver si así comprendes mejor la canción.
Para Marisa, las tardes con la abuela Queca eran un auténtico placer. Procuraba terminar pronto los deberes del instituto para subir al Tercero C y encontrar a la anciana más sabia y amable del mundo abriendo la puerta con una sonrisa cómplice. "Pasa, pasa, Marisa. Estaba a punto de cocinar un bizcocho", le decía unos días. "¡Entra, Marisa! Hoy quiero enseñarte algo que toda joven, antes de casarse debe saber...", podía ser el saludo. O bien, "¿Has escuchado alguna vez a Antonio Molina?". "No, abuela", respondía Marisa con emoción. "¿No? ¡Eso no puede ser! ¿Y a Carlos Gardel?". "Creo que no, abuela". "¡Pobre chiquilla!", se lamentaba doña Queca, y comenzaba a cantar: "Por una cabeza, de un noble potrillo, que justo en la raya, afloja al llegar...".
Cada tarde había algo nuevo que aprender con la abuela Queca. Y entre cosa y cosa, entre hora y hora, historias de sus años mozos, recuerdos de tiempos en blanco y negro (así se los imaginaba Marisa), consejos que no se estudian en la universidad ni suelen llenar la parrilla de la televisión, pero que hacían sentir a la joven discípula como la chica más afortunada del barrio.
-Deja de ir donde la vecina, Marisa -la reconvenía su madre-. Te vas a quedar sin amigas y sin novio.
Marisa no se molestaba en contestar. Cada día era un tesoro. Cada día era importante. Doña Queca estaba muy mayor. Sus movimientos, expertos y precisos, eran, sin embargo, cada vez más lentos, y acompañados por tosidos y paradas esporádicas para resoplar.
Y aquel 29 de febrero era santísimo deber, para Marisa, estar al lado de la abuela Queca. Cumplía ochenta y cuatro años o, como repetía la anciana entre risas, "¡Veintiún años, Marisa! Baja a la tienda y súbeme veinte velas, que yo tengo una en el cajón de los cubiertos... ¡Estoy hecha una lechuga veinteañera!".
La abuela Queca preparaba la merienda para su cumpleaños. Dos pizzas, limonada y una tarta deliciosa, que ya se enfriaba en la nevera. De vez en cuando se frotaba las manos nerviosa y asomándose por la ventana canturreaba, "Toda una vida, me estaría contigo, no me importa...".
-Pon a Antonio Machín, Marisa. Con música sale la comida mejor, nunca lo olvides.
Ese cumpleaños era muy especial para la anciana. No solo por poder celebrarlo el 29 de febrero, sino porque desde que era octogenaria soplaba las velas preguntándose si sería la última vez.
En principio debían llegar a eso de las seis de la tarde. Pelayo, el hijo mayor, llamaría por teléfono desde las Américas, a donde había huido a los veintitrés años para su particular conquista de fortuna y amor. Escapaba así de una ingente cantidad de deudas que había acumulado en apenas cinco años. Doña Queca no hablaba mucho de Pelayo, sin embargo, Marisa adivinaba por la sombra del rostro de la madre, al referirse a su primogénito, que no había cosechado ni amor ni familia ni riquezas, más bien todo lo contrario.
A las seis debían llegar Federico, el hijo menor, con Dolores, su mujer. De cuando en cuando iban a ver a la abuela Queca, pero en los cumpleaños no faltaban. Ese año, por ser bisiesto, vendrían acompañados por su hija, Susana, y los nietos, Jorge y Elísabet. Alejandro, el esposo de Susana, era viajante y pasaba más días fuera de casa que con su familia.
Marisa estaba igual de emocionada que doña Queca. Jorge era un poco mayor que ella y Elísabet de su misma edad. Esperaba que la tarde sería entrañable, divertida y emocionante. Se podría sentir un poco más de la familia y, con suerte, hacerse amiga de los bisnietos de la vieja vecina, que era más cercana para Marisa que su verdadera abuela, la que le quedaba con vida.
-Qué extraño, Marisa -susurró la abuela Queca en una nueva visita a la ventana-, ya son las siete menos cuarto y no han llamado.
-Habrán encontrado algún atasco en el camino, abuela. No se preocupe -la intentó calmar Marisa.
En el viejo radiocasete de la anciana ya sonaba Dos gardenias, aunque la abuela no sentía el efecto hipnótico de Machín. En su faz se dibujaba decepción. Doña Queca fue al comedor a comprobar que el teléfono estaba bien colgado. Se llevó el aparato al oído y escuchó que, efectivamente, daba señal; lo colgó y regresó a la cocina, más arrastrando los pies que andando. Marisa fregaba los últimos cacharros que habían ensuciado preparando la merienda.
-Quizás se han confundido de día -reflexionó la anciana, con poca fe en sus propias palabras.
-Ya verá como en cualquier momento suena el timbre, doña Queca. Vamos a servirnos un poco de limonada, ¿le parece?
-Mejor ponemos agua a calentar, niña... Y tomo una infusión -rogó la abuela, a la vez que se sentaba en el taburete de la cocina y perdía la mirada en los platos de pizzas, que ya estaban fríos a esa hora.
Transcurrió lentamente otro cuarto de hora. Eran más de las siete. Doña Queca se levantó con dificultad y pulsó stop en el reproductor, antes de ir al baño.
"La casa se ha llenado de tristeza", pensó Marisa. "Voy a subirle el regalo ya... Mejor que al final del día. Esperemos que le levante un poco el ánimo a la abuela".
-¡Enseguida vuelvo, doña Queca! -gritó Marisa y dejando el delantal en el poyete corrió a la puerta para bajar a su casa.
La abuela Queca no dijo nada. Siguió llorando en silencio, en la soledad del cuarto de baño.
Prácticamente al mismo tiempo en el que la anciana salía del pequeño habitáculo, disimulando las señales de haber llorado, Marisa entraba por la puerta con un paquete rectangular, perfectamente envuelto en papel de regalo.
-¡Ábralo, doña Queca! ¡Lo he hecho para usted!
-¡Ahora mismo, preciosa!
Con pulso tembloroso, doña Queca comenzó a desprender el papel satinado, a la par que buscaba el descanso en el cómodo butacón del salón comedor. Su cara se iluminó de alegría y se le escaparon unas lágrimas, esta vez de emoción.
-¡Somos tú y yo! -exclamó la anciana- ¡Has hecho el marco como te enseñé!
-Sí, abuela. Y esas son fotos que he ido recopilando de estos años, para hacer la composición.
-¡Me encanta, Marisa! Ven aquí, dame un beso.
Ambas se fundieron en un abrazo y doña Queca recuperó la vitalidad para pedirle a la joven:
-¡Pregúntale a tus padres si quieren merendar con nosotras! Y también a alguna amiga del barrio. ¡Diles que tenemos pizzas, tarta y limonada! A ver si se animan a subir.
Efectivamente, media hora después la casa de la abuela Queca rebosaba de vecinos; de fondo Conchita Piquer cantaba Cinco Farolas. Alababan el buen sabor de las pizzas, y a todos les pareció exquisita la tarta. A todos menos a doña Queca, a quien aquel ochenta y cuatro cumpleaños le sabía agridulce, aunque había aprendido a disimular su pena y a seguir adelante no importando lo quejumbrosa que por dentro estuviese su alma.
Le cantaron cumpleaños feliz. Sopló las velas. Escucharon alguna anécdota inolvidable sobre el peculiar sentido del humor de don Cristóbal, el difunto esposo de la abuela Queca. Marisa ayudaba a su querida maestra a servir café e infusiones a la decena de invitados y de reojo vigilaba el ánimo de la anciana, para asegurarse de que aquello no se le hacía demasiado pesado.
A eso de las nueve todos se habían ido y solo quedaban Marisa y la cumpleañera, cuando sonó el timbre de la puerta. Ya había anochecido.
Doña Queca descolgó el telefonillo y escuchó a Federico, su hijo, decir un tímido, "Somos Nosotros". Sus ojos se abrieron a más no poder y pulsó el interruptor de apertura del portón de la calle.
-Yo ya me voy, abuela Queca -dijo Marisa apresuradamente-. Todo está bien recogido. La dejo con su familia.
Doña Queca la miró con ternura y acercándose tomó sus manos. Se quedó callada unos segundos, aunque su expresión lo comunicaba todo: "¡Gracias! Hoy has sido el mejor regalo para esta pobre anciana". Entonces, la abuela Queca dijo algo que hizo a Marisa estremecerse:
-Solo hay un sentimiento más fuerte que el dolor; no es el odio, es el amor; pues el odio la herida encona, mas el amor el dolor perdona.
Volvió a besar a Marisa y la acompañó hasta la puerta.
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A la tarde del siguiente día, Marisa visitó a la abuela Queca a la hora habitual. Cuando la puerta se abrió un olor a limpio y a rosas recibió a la joven, junto a su vieja vecina con su imborrable sonrisa, su pelo blanco, perfectamente peinado, y el sencillo vestido gris que a menudo usaba en casa.
En la mesa del recibidor una docena de rosas rojas decoraban la entrada, puestas a remojo en un jarrón de cristal. "A la abuela Queca le hubiese gustado más unas gardenias", se dijo Marisa de forma involuntaria, aunque las rosas eran magníficas.
-Me las han regalado mis hijos y nietos -se adelantó a contar doña Queca, señalando a las flores que habían captado la atención de Marisa.
-¡Son hermosas!
-Sí... Pasa, querida. Tomaremos manzanilla, ¿te apetece?
-¡Claro, abuela Queca!
-Vamos a la cocina. Ahí estaremos calentitas.
El día era especialmente frío y doña Queca andaba más lenta de lo acostumbrado. "La humedad", pensó Marisa. A mitad del pasillo se detuvo y buscó el brazo de la joven.
-Pensándolo mejor, vamos al salón, que mi butacón me echa de menos. Hoy he limpiado un poco más de lo normal -se excusó la abuela.
-No se preocupe, doña Queca. Usted se sienta, le pongo a Carlos Gardel y, mientras, preparo la infusión.
-Gracias, mi niña. Descorre las cortinas, por favor, que aún quedan rayos de sol para nosotras esta tarde.
Cuando Marisa calentaba el agua, al son del bolero Volver, sonó el teléfono. Inmediatamente la abuela Queca lo descolgó, ya que el aparato descansaba en una mesita entre el butacón y el sofá del salón.
Era Pelayo. Llamaba con un día de retraso, pero, al fin y al cabo, llamaba. Después de disculparse, gastó cinco minutos en felicitar a su madre. Al entrar a la estancia Marisa notó que la sala estaba más iluminada, no solo por la luz natural que se colaba desde la calle, sino, más aún, por la satisfacción de la abuela Queca al hablar con su hijo.
-Adiós, hijo mío, adiós. Adiós, mi vida... No tardes tanto en llamarme. Te quiero, hijo, te quiero. Cuídate, por favor... Adiós. -Suspiró y colgó a cámara lenta, como queriendo retener a Pelayo unos segundos más.
-¿Era Pelayo, abuela? -dijo Marisa, sirviendo la manzanilla.
-Sí -respondió doña Queca-. Ayer no pudo... No pudo... ¡Vaya cumpleaños el de ayer!
La abuela Queca explicó a su joven amiga que llegaron tarde por una audición de Jorge, el bisnieto, en el conservatorio. Se habían retrasado, muy al pesar de Federico y Dolores, que metían prisa a Susana en vano.
-No pudieron avisarme... Se quedaron sin batería en los teléfonos.... Pero lo pasamos muy bien -seguía relatando la abuela-. Quedaba tarta; volvimos a soplar las velas; repasamos el álbum con mis bisnietos; les mostré las viejas fotos de la familia. Me dijeron que otro día van a volver para que les cuente más...
Doña Queca sonrió, mirando hacia la ventana con melancolía.
-¡Espera aquí! -pidió repentinamente, tras unos segundos en silencio.
Se incorporó y con prisas fue hacia su dormitorio. Pocos minutos después regresó portando un viejo libro. Marisa lo reconoció al instante. Muchas veces había visto a la abuela sumergida en sus letras. Doña Queca se sentó en el butacón, tomó un bolígrafo de la mesita del teléfono y escribió unas palabras en las páginas del principio. Después cerró el libro y se lo entregó a Marisa.
-¡Abuela! ¡Tu Biblia!
-Te la regalo, cariño. Para que tengas un recuerdo de tu vecina -y tomando a Marisa de la mano añadió-. Te quiero como a una nieta, y siempre deseé regalarle mi Biblia a mi nieta.
-Pero, abuela... Yo...
-Ya, ya... Ya sé lo que me vas a decir. Tengo nieta y bisnieta. Y las quiero con toda mi fuerza. A ellas les regalaré otras cosas, pero tú estás lista para seguir con mi legado.
-¿Tu legado? -inquirió la joven.
-El legado de mi fe, Marisa. Toda mi sabiduría procede de ahí, cariño -afirmó posando su índice en el gastado libro.
Marisa no supo qué decir. Se sonrojó. Abrazó a doña Queca y se fijó en la ventana, perdiendo su pensamiento en las partículas de polvo que bailaban al trasluz. "La voy a echar de menos", se dijo. "Ojalá yo pudiese ser algún día una abuela sabia como ella".
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Tres meses después la abuela Queca falleció. La encontraron descansando para siempre en su querido butacón, con el teléfono descolgado sobre su regazo. A mitad de una conversación con Pelayo, doña Queca partió a la eternidad. El hijo, desde América, alertó a su hermano, Federico, y este corrió a casa de su anciana madre para descubrir el motivo del súbito silencio.
Federico cerró los ojos de la abuela Queca, aunque le hubiese gustado no hacerlo y dejarla tal y como la encontró, con ese dulce semblante que parecía el de una niña que acaba de ver a un ángel.
Incluso, con los ojos cerrados, en el velatorio, todos los que se acercaban a ver el cuerpo decían lo mismo: "Despide paz"; "Parece feliz"; "No ha sufrido en su muerte".
¡Cómo la lloraron sus bisnietos! Nunca llegaron a terminar de ver los álbumes de fotos con la abuela Queca. Estaban demasiado ocupados.
¡Cómo la lloraron sus hijos! Lamentaron no haberla disfrutado más. El uno por vivir en América y el otro por la personalidad arrolladora de su esposa, que había llegado a absorber la suya.
Y Dolores, con Susana, no eran una excepción. Se arrepintieron de haber llegado con tres horas de retraso a ese último cumpleaños.
La única que no lloró en aquel día fue Marisa. Estaba triste. Sentía un gran vacío en su corazón y vertió lágrimas en los meses siguientes y en los dos días previos al funeral, los días que pudieron retrasar el entierro hasta que llegara Pelayo. Sin embargo, en esa dolorosa despedida, ella tenía un sostén secreto: el hecho de que acompañó a la abuela Queca en sus últimos años, ofreciéndole amor, honra y ayuda, y recibiendo, en aquella amistad, una herencia de valor incalculable e inagotable.
La joven dejó dos gardenias blancas sobre el ataúd y, mientras que depositaban la caja en la sepultura, volvió a leer las palabras escritas por la abuela Queca en su vieja Biblia:
"Para mi nieta del corazón, Marisa.
Lee esta Biblia, mi niña, y que llegues a ser tan buena amiga de Jesús
como lo has sido de esta anciana vecina. Si lo haces, descubrirás la fuente de toda
felicidad, sabiduría y bondad".
"El Señor es amigo de quienes lo honran, y les da a conocer su alianza" Salmo 25:14.
De tu abuela, Queca.
Juan Carlos P. Valero.
Hermoso relato!!! Muy emocionante... Gracias pastor por compartir todo lo que Dios pone en tu corazón. Es de muchísima bendición para todos.
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