Soliloquios #12

Soliloquios 12

Con el alma asediada 
VERSIÓN CORTA 

Mi soliloquio de hoy nace de un sentimiento que a todos nos es común. Me refiero a que el ritmo y las presiones de la vida moderna pueden convertirse en un feroz enemigo que nos deja sitiados por dentro. Sin tiempo para respirar; para pensar; para interactuar; en definitiva, para vivir.

En la antigüedad una de las tácticas para derrotar a un rival que se escondía tras poderosos muros era el sitio. Cerrar el paso a cualquier persona. Nada entra y nada sale. Y tras rodear la ciudad, cegar las entradas de agua, y dejar correr el tiempo.

Hoy también estamos rodeados de preocupaciones. Rodeados de responsabilidades por el trabajo, teletrabajo, iglesia, ministerio, o por el cuidar de la familia. Franqueados por los mensajes de las computadoras, teléfonos inteligentes, televisiones o tablets. Que si whatsapp, de los ochenta grupos en los que estoy. Que si nueva publicación en Youtube. Y ahora (me piden), “escucha esta canción, que es muy buena”. Mis hijos: “Papá, jolín, vente a ver la peli”. Entonces, recuerdo, “¡que se me pasa la hora de mi reunión por Zoom!”. Y… madre mía, al día le faltan horas y seguimos sitiados. Así que, me atrevo a decir que es posible estar en la quietud de la casa y, sin embargo, sentir el alma asediada. 

Podemos ser sitiados por tres fuerzas: nuestros propios pensamientos y tormentas internas; la avalancha de mensajes, comunicación y ocupaciones que nos rodean; o por las fuerzas del enemigo, que intenta asediarnos y dejarnos aislados para debilitarnos. 

Una de las estrategias de nuestro enemigo, el Diablo, es la del sitio de la mente y del espíritu. Bloquear las puertas del alma para que no entre lo que nos edifica y nos alimenta. Que no tengamos tiempo para reunirnos, o para leer la Biblia, o para encerrarnos en nuestro cuarto y estar a solas con Dios. De esa manera nos debilitamos interiormente y vivimos turbados; alienados de la comunión con Cristo.

El poeta Altolaguirre, de la generación del 27, expresó su encierro interior con palabras vibrantes:
Mi soledad llevo dentro,
torre de ciegas ventanas.
Cuando mis brazos extiendo
abro sus puertas de entrada
y doy camino alfombrado
al que quiera visitarla…
Ahora dentro de mí llevo
mi alta soledad delgada.

Manuel Altolaguirre se sentía en una fortaleza demasiado alta y oscura, por la separación de su amada. Y cuando extiende sus brazos da la sensación de que suplica compañía, abriendo las puertas a quien rompa su asedio. ¿Y tú? ¿Estás por casualidad intramuros? Hablo de esa soledad alta y delgada del corazón.

Pienso en esto y me estremezco; en cómo podemos estar conectados a mil pensamientos y mensajes desde que nos levantamos y hasta que nos acostamos, pero desconectados del Señor y de tantas otras cosas bellas que nos provee día a día. 

No pretendo, en mi soliloquio, abundar tanto en la enfermedad como en la cura: Hay dos momentos en los evangelios cuando los discípulos están asediados de cuerpo y alma. 

Imagínalos rodeados de un mar intranquilo, rabioso, hambriento, pues parecía que quería devorarlos. Y ellos encerrados en unos pocos metros cuadrados, en aquella barcaza que parece partirse. Convendrás conmigo en que están sitiados. Y en ambos momentos Jesús fue la llave que produjo el desbloqueo.

Me encanta el lienzo de Rembrandt (robado, por cierto, y en paradero desconocido) ‘La tormenta en el Mar de Galilea’ (Mateo 8:23-27). La inclinación del barco; la angustia de los discípulos; y cómo despiertan a Jesús, en la parte más oscura del cuadro… Mientras que la luz penetra por el lado opuesto, dejando más iluminada a la tempestad que al Salvador. 

Soliloquios 12
Rembrandt: ‘La tormenta en el Mar de Galilea’
A menudo nos sucede así: el problema o el enemigo brillan tan fuerte que la salvación que llevamos dentro parece olvidada. Sin embargo, la calma y la apertura está en el Maestro. En clamar a Jesús y “despertarlo”. Que al despertarlo a Él realmente estamos despertando nuestra fe y nuestra vida de oración. “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” (versículo 25). 

En Mateo 14: 22-36 tenemos el otro milagro: “Y los discípulos… se turbaron, y decían: ¡Es un fantasma! Y de miedo, se pusieron a gritar”. Otra noche de agobio total en medio del mar, sin posibilidad de salir corriendo hacia alguna parte.

Aquellos hombres curtidos por el mar y por los avatares de la vida gritando sobrepasados. Me identifico con ellos. No eran súper ungidos ni la élite espiritual ni los caballeros de la corte del Mesías. Nada de eso… Seres humanos frágiles y temerosos, como tú o yo. Sin escapatoria ante fuerzas superiores: naturales y espirituales. ¡Pero Jesús llega a ellos andando sobre el mar! Y “…enseguida... les habló, diciendo: Tened ánimo, soy yo; no temáis” (versículo 27). 

Quizás te sientes con el alma asediada. En medio del mar, en una barca vulnerable y sin escapatoria. Jesús nos dice, igual que a los discípulos: “Tened ánimo, soy yo; no temáis”. Él siempre llega a tiempo, en el momento preciso y no deja que nos hundamos en nuestros temores y tormentas. Solo tenemos que gritar “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” (Mateo 8:25); o, como Pedro, “¡Señor, sálvame!” (Mateo 14:30). Y Jesús nos abre un horizonte nuevo y milagroso.

Volviendo al poema ‘Separación’, de Manuel Altolaguirre:
Mi soledad llevo dentro,
torre de ciegas ventanas.
Cuando mis brazos extiendo
abro sus puertas de entrada
y doy camino alfombrado
al que quiera visitarla…

Te aseguro, mi querido lector (y me lo digo a mí mismo, pues de eso se trata el soliloquio), que si extendemos nuestros brazos a Jesús se acaba el encierro. En esta hora tan oscura, en la que recordamos nuestra debilidad, Él está deseando llegar, visitarnos y mostrarnos su amor.

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