Soliloquios #9

Dios, no te entiendo 

(VERSIÓN CORTA)
En pocos días hemos enterrado a miles de seres queridos a causa de la pandemia. En el caso mío me ha dolido especialmente la partida al Cielo de unos amados pastores compañeros nuestros, Manolo Ogando (N. York) y Jorge Mata (Ecuador). Hombres buenos. Amigos de Dios. En la flor de la vida: no llegaban a los sesenta años. Ellos estaban en lo mejor de sus ministerios; querían casar a sus hijos; conocer a sus nietos; servir a su generación muchos años más; y por este coronavirus hoy están en la morada eterna.

Ana Mata, la hija menor del pastor Jorge, cuando su padre estaba en cuidados intensivos escribía en Facebook: “No lo entiendo, pero sigo confiando”. Después, en Instagram, el día después de enterrar a su padre: “No lo entiendo, pero estoy segura de que hay un gran propósito”. Ana no ha cumplido los veinte años y demuestra una gran madurez: reconoce que no lo entiende, pero confía en el Señor y cree que hay un propósito en la muerte de su padre.

Pues para ser sinceros (y siempre quiero serlo, más en estos soliloquios) yo tampoco lo entiendo: “Dios, no te entiendo. ¿Por qué has decidido llevarte a Jorge y a Manolo?”.

Hay muchas cosas de Dios que no entendemos. 

Cuando el Maestro lavaba los pies a los discípulos, en ese momento, ellos no entendían cuán trascendente era aquel ejemplo de amor. De hecho, Pedro se negó en primera instancia y Jesús le dijo: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”. Juan 13:7.

¡Cuántas de las obras y caminos del Señor escapan por un tiempo a nuestro entendimiento! Job no entendía el duro trato de Dios con él y todas esas calamidades que vinieron juntas. Marta y María no entendían el porqué Jesús no estuvo a tiempo, y su hermano Lázaro murió tras luchar con una enfermedad. La iglesia de los Hechos no entendió por qué Dios permitió la muerte de Esteban o de Jacobo y, sin embargo, libró a Pedro o a Juan. Son misterios, que antes o después nos revelará el Señor y que, mientras tanto, nos desafían en la fe y la lógica. 

Ana Mata no entiende por qué el Señor ha decidido llevarse a su padre, pero conoce a Dios lo suficiente como para decir “sé que hay un gran propósito” y “solo confío”. Imagino que lo que Anita quiere decir es: “Confío en que Dios es bueno y nos ama. Confío en que, si así lo ha querido Él, es lo mejor. Confío en que el Señor nos cuidará y que volveré a ver a mi padre y, quizás, en aquel día entenderé el porqué y el para qué”.


Preguntas como, “¿Por qué perdí a mi hijo?”; “¿Por qué tuvo que morir mi madre tan joven?”; “¿Qué sentido tiene que sufra esta enfermedad durante años y no me sane el Señor?”; “¿Permitió Dios que fuese violada y no hizo nada para evitarlo? ¿Por qué? ¡No te entiendo Dios!”. Son interrogantes que afligen el alma de cualquier mortal. 

Sin embargo, estoy convencido de que el Señor no se escandaliza por el hecho de que le digamos “no te entiendo”. Él es Padre y nos conoce. ¡Él sí que nos entiende a la perfección! 

Me consuela el hecho de que Dios diga: “te entiendo hijo mío”, “te comprendo, hija mía”. Nos comprende porque nos creó. Y porque Él es Dios omnisciente. Y porque lleva milenios tratando con el hombre. Y porque Jesús se hizo hombre para poder compadecerse de nosotros y entender lo que nos pasa y cómo nos sentimos. ¡Se hizo hombre, siendo Dios! Y nos comprende porque nos formó a cada uno en el vientre de nuestra madre y conoce a la perfección nuestro interior (Él es nuestro Padre). El salmista lo expresó así: "Oh Señor, tú me has escudriñado y conocido. Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; desde lejos comprendes mis pensamientos..." (Salmo 139:1-6).

Muchas veces, como padre he oído a mis hijos decirme, “no lo entiendo, papá”. Y, cuando he podido, se lo he intentado explicar: “Mira... no te dejo salir con esas amistades porque sé que se convertirán en tu pandilla y te apartarán de los caminos del Señor”. Mis hijos siguieron sin entender, pero hoy, años después, nos dan las gracias a su madre y a mí. Otras veces les he tenido que decir: “Yo tampoco lo entiendo del todo...”. Como cuando fuimos enviados como misioneros a Bolivia. Sabía que Dios nos había hablado claramente de dejarlo todo en España e ir a Bolivia, pero me costaba mucho trabajo explicarles la lógica que Dios seguía al hacerlo, porque para mí era un misterio. Todavía hoy, hasta cierto punto, lo es: ¿Por qué Dios nos mueve a nosotros si tiene miles de iglesias en Bolivia y miles de obreros más capacitados que nosotros? Según yo, Juan Carlos Parra, éramos más necesarios en España. Pero obedecimos sin entender; les transmitimos a nuestros hijos la confianza de que obedecer al Señor es siempre lo mejor; y llegamos juntos a la conclusión de que sus caminos son más altos (Isaías 55:8-9).

Diferentes esperas para poder entender.


Hay esperas de pocos días para entender: como la de Marta y María, pues en cuanto Jesús llegó y resucitó a Lázaro pudieron comprender la causa del retraso del Maestro, y el para qué de la enfermedad de su hermano. 

Hay otras esperas de más tiempo; un proceso más duro: como cuando Job tuvo que pasar toda la prueba de perder la riqueza, la familia y la salud; pero más tarde sus ojos vieron a Dios, fue restaurado todo lo perdido y se le mostró lo que había sucedido. Estoy seguro de que se le reveló la lucha entre Dios y Satanás, porque si no es así no se hubiese escrito el libro de Job (por cierto, el más antiguo de la Biblia o el primero en escribirse… por algo será…). 

Otra espera a medio plazo fue la de Pablo: él no entendía por qué el Señor permitía aquel aguijón que lo golpeaba, y rogó a Dios por tres veces que se lo quitara; hasta que llegó la respuesta de que el poder de Dios se perfeccionaba en la debilidad y de que la gracia sería más poderosa y suficiente para convivir con ese mensajero de Satanás que lo abofeteaba.

Y luego están las esperas de toda la vida. Me refiero a que hay cosas que solo entenderemos cuando lleguemos al cielo. Allí, despojados de las limitaciones de la humanidad caída y contemplando al Señor cara a cara, conoceremos como hemos sido conocidos y veremos plenamente: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” 1 Corintios 13:12. Esas son las más difíciles, porque convivir con una situación dolorosa o con un trauma, y no entender por qué el Señor lo permitió es una prueba para la fe de cualquiera.

Lo importante no es tanto entender lo que Él hace, sino conocerlo a Él.

David Brainerd, misionero a los indios de las forestas norteamericanas, murió con 29 años; sin embargo, fue una antorcha que ardió enteramente para Dios. El Señor lo usó con tuberculosis y no quiso sanarlo. Según mis pensamientos, si yo fuera Dios, lo sano de tuberculosis y me servirá mejor y por más años. Pero el Señor tiene caminos más altos. En la tuberculosis, Brainerd era tan débil que dependía únicamente de la gracia de Dios. Y su corta vida, en días, fue tan intensa, vivida íntegramente para Dios, que hizo más e impactó a más personas que si hubiese vivido ochenta años. De su carta, escrita a su hermano John un poco antes de morir, rescato estas palabras: 

Querido hermano,
Ahora estoy justo al borde de la eternidad, esperando aparecer muy rápidamente en el mundo invisible. Ya no me siento un habitante más en la tierra, y algunas veces tengo un gran deseo de “partir y estar con Cristo” …
Dios sabe que estaba dispuesto a servirle más tiempo en la obra del ministerio, aunque tuviera que hacerlo con el trabajo y dificultad de los últimos años, si así Él lo hubiera considerado oportuno; pero como su voluntad ahora parece otra cosa, estoy plenamente contento, y puedo, con la mayor libertad, decir: “Que se haga la voluntad del Señor”.
soliloquios, David Brainerd, Diario, Juan Carlos Parra

He ahí las palabras de alguien que no pretende entenderlo todo, y que, lo que es más importante, se rinde a la voluntad del Señor. Un gran consuelo porque, en definitiva, lo importante no es tanto entender lo que Él hace, sino conocerlo a Él. Dios no tiene ningún deber de explicarnos sus decisiones y planes, aunque a menudo los quiera revelar. Sin embargo, sí que tiene un deseo ardiente de tres cosas: que le creamos (a Él), le conozcamos (a Él) y entendamos que Él es realmente Dios.

“Vosotros sois mis testigos —declara el Señor— y mi siervo a quien he escogido, para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy. Antes de mí no fue formado otro dios, ni después de mí lo habrá”. Isaías 43:10.


La riqueza de conocer a Jesús.

concluyo este soliloquio con un ánimo a conocer a Jesús; eso es lo más importante. Él es “mi siervo a quien he escogido”, dice el Padre, “para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy” (Isaías 43:10). 

Cuando conocemos a Cristo es fácil creer en Dios. Él vino a la Tierra para que creamos y que al creer tengamos vida eterna (Juan 20:30-31). Todo lo que hizo Jesús fue para que creamos en Él, en el Padre y en el Espíritu Santo. Y conozcamos cómo es Dios.

En Jesús se revela el carácter y la gloria de Dios; humilde, manso, bueno, poderoso, sabio, lleno de amor y de santidad, valiente y celoso contra el mal. Cuando lo conocemos a Él llegamos a “entender que yo soy” y no hay otro Dios. Solo hay un Dios (y “gracias a Dios”), es el Dios de la Biblia, el Dios revelado en Cristo, en el Calvario y en la tumba vacía. Un Dios salvador; que nos ama a más no poder; y que no nos quiere como simples títeres de una función que Él dirige; no. Nos ama como sus hijos, por los que Cristo murió. Nos ama como su iglesia con la que Él se ha desposado, y quiere que estemos eternamente a su lado, porque es nuestro Esposo fiel. Nos ama, en fin, aunque a veces dudemos de lo que está haciendo y digamos “no te entiendo Dios”. Sin embargo, Él está haciendo algo bueno, porque nos ama. 

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